sábado, 7 de mayo de 2016

Textos para el lunes 9

Llega un tableteo de fusilada. El grupo se mueve en confusa y medrosa alerta. Descuella el grito ronco de la mujer, que al ruido de las descargas aprieta a su niño muerto en los brazos.  

LA MADRE DEL NIÑO.—¡Negros fusiles, matadme también con vuestros plomos! 

MAX.—Esa voz me traspasa. 
LA MADRE DEL NIÑO.— ¡Que tan fría, boca de nardo! 
MAX.—¡Jamás oí voz con esa cólera trágica!  
DON LATINO.—Hay mucho de teatro
MAX.—¡Imbécil!  

El farol, el chuzo, la caperuza del sereno, bajan con un trote de madreñas por la acera.  


EL EMPEÑISTA.—¿Qué ha sido, sereno? 

EL SERENO.—Un preso que ha intentado fugarse. 
MAX.—Latino, ya no puedo gritar… ¡Me muero de rabia!... Estoy mascando ortigas. Ese muerto sabía su fin… No le asustaba, pero temía el tormento… La Leyenda Negra, en estos días menguados, es la Historia de España. Nuestra vida es un círculo dantesco. Rabia y vergüenza. Me muero de hambre, satisfecho de no haber llevado una triste velilla en la trágica mojiganga. ¿Has oído los comentarios de esa gente, viejo canalla? Tú eres como ellos. Peor que ellos, porque no tienes una peseta y propagas la mala literatura por entregas. Latino, vil corredor de aventuras insulsas, llévame al Viaducto. Te invito a regenerarte con un vuelo
DON LATINO.—¡Max, no te pongas estupendo!  

                                                  Ramón María del Valle-Inclán, Luces de Bohemia




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Ahora lamento no haber dicho a mis padres que el hermano Salvador me vigilaba, porque el día que se presentó en casa de improviso no estaban prevenidos. Llegó dando patadas a la puerta y gritando. Mi madre no tuvo más remedio que dejarle pasar. Recuerdo que la casa estaba casi sin muebles porque se los estaba llevando gente desconocida por razones que no me atreví a preguntar pero que yo atribuía a su pobreza y no a la nuestra.
     Entró como una exhalación llamándome y no dejó de vociferar hasta que me encontró en la cocina fingiendo leer Alicia en el País de las Maravillas. Me preguntó cómo estaba, me arrancó el libro de las manos, me lo devolvió inmediatamente y me pidió, sin esperar mi respuesta, que le dejara hablar un momento con mi madre.
     Durante muchos años, me ha atormentado el remordimiento por haber invocado a los leprosos para que se comieran a ese energúmeno que estaba haciendo daño a mi madre, porque cuando acudí aterrorizado al oír sus gritos, vi cómo mi padre, desangelado e impotente, se abalanzaba sobre el hermano Salvador que estaba a horcajadas sobre ella, que se protegía el rostro con las manos para evitar el aliento de aquel puerco que hocicaba en su escote. Mi padre había salido del armario.

                                                Alberto Méndez, Los girasoles ciegos


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